Los efectos de la mala gestión pública de la crisis económica amenazan con generar una crisis jurídica de gran impacto (quiero decir, de un impacto aún mayor de la que ya nos acecha), especialmente en los segmentos sociales más vulnerables. No dejan de leerse noticias relativas a la imposición de tasas judiciales (desproporcionadas en el caso de procedimientos administrativo sancionadores y que establecen barreras de acceso a la justicia voluntaria—que sólo lo es en cierta medida), al recorte de los servicios de asistencia jurídica (como el que acaba de anunciar de forma preocupante la Comunidad de Madrid y que suena más a órdago en el pulso abierto entre gobierno regional y colegio de abogados que a decisión sensata de política pública) y a una reducción del gasto en justicia que pretende ser el milagro de los panes y los peces (dado que pretende, con menor gasto público, conseguir un mayor volumen de gestión de casos e imposición de sentencias).
Además, la crisis no sólo afecta a los sistemas y capacidades actuales de nuestra “sociedad jurídica”, sino que pone en jaque las siguientes generaciones de operadores jurídicos en un sistema que congela oposiciones a los cuerpos públicos y semipúblicos y crea un nuevo sistema de acceso a las profesiones de abogado y procurador absolutamente carente de becas y ayudas a la financiación de los prácticamente dos años adicionales de formación requeridos a los estudiantes de derecho; a la vez que depaupera la academia jurídica al ahogar a las Facultades de Derecho y hacer prácticamente imposible tanto el acceso a la vida académica (por la escasez de becas de formación y de contratos en puestos de acceso) como la progresión dentro de ella (forzando a muchos académicos a buscar alternativas profesionales—simultáneas o no, legales o menos, eso es harina de otro costal—en el más lucrativo sector privado, donde el césped está dejando de ser más verde en todo caso).
Si se atan cabos (los mencionados son sólo algunos ejemplos pero sin duda hay mas), es imposible sacar cualquier conclusión que no nos indique claramente que el estado de nuestra “sociedad jurídica” sólo puede empeorar a resultas de la mala gestión pública de la crisis económica (no nos engañemos, no es un problema estricto de falta de recursos, sino de una mala priorización en su gasto) que acabará por dañar necesariamente a la “sociedad civil” en un sentido más amplio y, en el fondo, supondrá un retroceso en el grado de seguridad jurídica y de efectividad del Estado de Derecho en el que decimos vivir. En un entorno de recortes de libertades individuales y de derechos económicos individuales y colectivos, adelgazar (hasta la anorexia) la “sociedad jurídica” es el peor complemento para una política de carrera al fondo o, mejor, a las profundidades.
Además, hay que tener en cuenta que revertir el deterioro que no puede dejar de preverse en la “sociedad jurídica” supondrá una necesidad de inversión mucho mayor que el gasto necesario para mantener el sistema en su actual (ya deficiente) nivel. En este sentido, los gestores públicos deberían priorizar el mantenimiento de las estructuras básicas de la “sociedad jurídica” española y estar dispuestos a pagar un precio mucho más alto en términos de recortes de otras partidas presupuestarias, puesto que es imposible imaginar un escenario en que, por ejemplo, entre 2015 y 2020 se invierta un 15% o 20% del PIB español en justicia—y, por tanto, es difícil hacer un pronóstico que no confirme que estamos asomados a por lo menos una disminución de garantías jurídicas efectivas para las próximas tres o cuatro generaciones.
En definitiva, hay que hacer una llamada clara a nuestros políticos para que incrementen el gasto en justicia en plena crisis económica, sino queremos que además de nuestras estructuras sociales, se lleve nuestras estructuras jurídicas por delante. Y hay que hacerles entender bien la responsabilidad que tienen si no reaccionan. De lo contrario, están boicoteando desde la base el sistema de Estado de Derecho del que tanto se les llena la boca. Tengámoslo, al menos, claro.